Dios mismo, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió en el corazón de éste el deseo de verlo. Aunque el hombre a menudo ignore tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia sí, para que viva y encuentre en El aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. En consecuencia, el hombre, por naturaleza y vocación, es un ser esencialmente religioso, capaz de entrar en comunión con Dios. Esta íntima y vital relación con Dios otorga al hombre su dignidad fundamental.
Partiendo de la Creación y de la persona humana, el hombre puede, con sólo su razón, reconocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinitas. Pero para conocer a Dios con la sola luz de la razón, el hombre encuentra muchas dificultades. Además, no puede entrar por si mismo en la intimidad del misterio divino. Por eso, Dios ha querido iluminarlo con su Revelación, no sólo acerca de las verdades que superan la comprensión humana, sino también sobre verdades religiosas y morales que, aún siendo de por si accesibles a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error.
Se puede hablar de Dios con todos, partiendo de las perfecciones del hombre y las demás criaturas, porque todas son un reflejo, aunque limitado, de la infinita perfección de Dios. Sin embargo, es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de imperfecto, y de imaginativo, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios.