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| Tema: La Eucaristía, memorial del misterio pascual 6/17/2008, 05:33 | |
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La Eucaristía, memorial del misterio pascual
Fuente: Estatuto del Comité Pontificio para los Congresos Eucarísticos Internacionales Autor: S.E. Mons. Pierre-André Fournier
La Eucaristía, Presencia y Don de Cristo al mundo, estará en el centro de la gran asamblea de cristianos venidos de todos los continentes a la ciudad de Québec, para el 49° Congreso Eucarístico Internacional, que se celebrará del 15 al 22 de junio de 2008.
Este tema se encuentra desarrollado en un Documento teológico de base, aprobado por el Comité Pontificio para los Congresos Eucarísticos Internacionales.
Durante el Congreso, meditaremos cada una de las homilías y las catequesis inspiradas de este texto, que nos ayudarán en la preparación espiritual y animarán a la oración para que podamos unirnos espiritualmente a la celebración del Congreso.
II-La Eucaristía, memorial del misterio pascual
A. El memorial de la Pascua de Cristo, un don trinitario
¿Cuál es, pues, el contenido de esememorial que la Iglesia celebra desde sus orígenes como el don por excelencia de su Señor? Jesús estableció la forma esencial de la Eucaristía en la Última Cena pronunciando las palabras de la institución sobre el pan y el vino para cambiarlos en su Cuerpo y Sangre. Pero este acto, que es un don personal de Cristo, esconde un contenido inagotable que nunca terminaremos de profundizar suficientemente, porque contiene toda su Pascua, es decir, su ofrenda de amor al Padre hasta la muerte en la cruz y su resurrección de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo.
Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, acoge el don de Cristo que se entrega en las manos de los pecadores por obediencia a la voluntad del Padre. San Pablo proclama solemnemente en el himno en Filipenses: «Se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,8-11).
La Iglesia acoge así el don que el Padre hace al mundo de su Hijo único, encarnado y crucificado: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).«Vean cómo Dios rivaliza con los hombres por su magnanimidad y generosidad. Abrahán ofreció a Dios un hijo mortal, sin que este hijo llegara a morir; Dios, sin embargo, entregó a la muerte por todos al Hijo inmortal».7 El sacrificio de Isaac en la antigua alianza anunciaba y preparaba el sacrificio por excelencia de la nueva alianza, el del verdadero Cordero.
Al acto de amor del Hijo que se entrega corresponde perfectamente bien el acto de amor del Padre que lo entrega, y esta perfecta correspondencia del amor del Padre y del Hijo para con nosotros es confirmada por el Espíritu Santo, que resucita a Cristo de entre los muertos. Por este hecho el Espíritu confirma la autoridad divina de su predicación y de sus gestos, ustificando así el asentimiento total, esencial en la fe cristiana. He aquí el núcleo de la Buena Nueva que la Iglesia anuncia a todas las naciones desde su inicio y que celebra en cada Eucaristía: «El Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro» (Rm 1,3-4). El don por excelencia de la Eucaristía hace presente a Cristo resucitado con toda su vida y misterio pascual.
Es un don trinitario que realiza la reconciliación del mundo con Dios, por medio de la ofrenda de amor del Hijo hasta la muerte y por su resurrección, que confirma la victoria del amor trinitario sobre el pecado y la muerte.
El Espíritu Santo confirma la comunión perfecta entre el Padre y el Hijo en lo profundo del misterio pascual por medio de su propio don que, glorificando al Hijo, glorifica también al Padre que lo envía. Por este motivo, la comunión de los fieles al Cuerpo y a la Sangre de Cristo es también comunión con el Espíritu Santo.
Escribe san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu […], y quien lo come con fe, come el Fuego y el Espíritu. […]. Tomad, comed todos de él, y comed con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi Cuerpo y el que lo come vivirá eternamente».8
B. El sacrificio pascual
Siendo un memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía también es un sacrificio, lo recuerda con insistencia el Catecismo de la Iglesia Católica.9 «Por ellos ofrezco el sacrificio», les revela Jesús a sus discípulos en su oración final (Jn 17,19).Cuando le llega su hora, Jesús no se separa de la voluntad de su Padre, ama a su Padre y se entrega libremente en manos de los hombres por amor a su Padre y amor a los pecadores. La Eucaristía es el memorial de este sacrificio, en otras palabras, es el memorial de este acto de amor redentor que restablece la comunión de la humanidad con Dios suprimiendo el obstáculo puesto por el pecado del mundo.
A lo largo de la historia, la desobediencia del hombre ha roto continuamente la relación de alianza con Dios. La obediencia de amor hecha por Cristo rescata todas las desobediencias culpables de los hijos e hijas de Adán. «Sacrificio que el Padre aceptó, intercambiando esta donación total de su Hijo, que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, con su propia entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección»10. Este intercambio restablece la comunicación y la comunión entre el cielo y la tierra, entre Dios, que es amor, y la humanidad, llamada a comulgar con Su amor por la fe. El sacrificio de Cristo es, por tanto, un sacrificio pascual, un don total de sí mismo que hace «pasar» toda la humanidad de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. «En verdad, en verdad os digo, el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,53.54).
Este verdadero sacrificio implica para el Hijo de Dios el asumir un conjunto de sufrimientos inconmensurables, incluyendo su descenso al abismo de la muerte. Los evangelios nos narran algunos aspectos de la Pasión de Jesús que revelan el abismo de su sufrimiento y de su amor.
La sed del Señor en la cruz, sus heridas, su abandono, su grito inmenso, su corazón atravesado por la lanza nos dejan adivinar, en cierta forma, todos sus sufrimientos y penas corporales, morales y espirituales. «En su muerte en la cruz, escribe el Papa Benedicto XVI, se realiza ese ponerse de Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical».11 Al contemplar este amor sufriente y moribundo en la cruz, aprendemos a medir el amor sin medida de su corazón y a adivinar la inmensidad del don del Santo Sacramento de la Eucaristía.
A la luz de esta doctrina, se ve con mayor claridad la razón por la cual la vida sacramental de la Iglesia y de cada cristiano llega a su cumbre y a su plenitud en la Eucaristía. En efecto, en este sacramento el misterio de Cristo ofreciéndose a sí mismo en sacrificio al Padre sobre el altar de la cruz se renueva continuamente según su voluntad. Y el Padre responde a esta ofrenda mediante la vida nueva del resucitado. Esta vida nueva, manifestada en la glorificación corporal de Cristo crucificado, se convierte en signo eficaz del don nuevo hecho a la humanidad. «La resurrección de Cristo es precisamente algo más, se trata de una realidad distinta. Es – si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución – la mayor «mutación», el salto absolutamente más decisivo hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia».12
La Eucaristía, como memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, es mucho más que un recuerdo de un evento del pasado; representa sacramentalmente un acontecimiento siempre actual, ya que la ofrenda de amor de Jesús en la cruz fue aceptada por el Padre y glorificada por el Espíritu Santo. En consecuencia, esta ofrenda trasciende el tiempo y el espacio y, a causa de la voluntad explícita del Señor, permanece siempre disponible para la Iglesia en la fe: «Haced esto en memoria mía». Cuando la Iglesia celebra el banquete eucarístico, no lo hace «como si» fuera la primera vez. La Iglesia acoge el evento definitivo y escatológico, «el acontecimiento único de amor» que siempre está realizándose para nosotros. Este banquete de Amor, saca su sustancia inagotable del sacrificio de amor del Hijo de Dios hecho hombre, quien ha sido exaltado y quien intercede siempre en nuestro favor. | |
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