«Quedó curado, de suerte que veía claramente todas las cosas»
Hoy a través de un milagro, Jesús nos habla del proceso de la fe. La curación del ciego en dos etapas muestra que no siempre es la fe una iluminación instantánea, sino que, frecuentemente requiere un itinerario que nos acerque a la luz y nos haga ver claro. No obstante, el primer paso de la fe —empezar a ver la realidad a la luz de Dios— ya es motivo de alegría, como dice san Agustín: «Una vez sanados los ojos, ¿qué podemos tener de más valor, hermanos? Gozan los que ven esta luz que ha sido hecha, la que refulge desde el cielo o la que procede de una antorcha. ¡Y cuán desgraciados se sienten los que no pueden verla!».
Al llegar a Betsaida traen un ciego a Jesús para que le imponga las manos. Es significativo que Jesús se lo lleve fuera; ¿no nos indicará esto que para escuchar la Palabra de Dios, para descubrir la fe y ver la realidad en Cristo, debemos salir de nosotros mismos, de espacios y tiempos ruidosos que nos ahogan y deslumbran para recibir la auténtica iluminación?
Una vez fuera de la aldea, Jesús «le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: ‘¿Ves algo?’» (Lc 8,23). Este gesto recuerda al Bautismo: Jesús ya no nos unta saliva, sino que baña todo nuestro ser con el agua de la salvación y, a lo largo de la vida, nos interroga sobre lo que vemos a la luz de la fe. «Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado, y veía todo con claridad» (Lc 8,25); este segundo momento recuerda el sacramento de la Confirmación, en el que recibimos la plenitud del Espíritu Santo para llegar a la madurez de la fe y ver más claro. Recibir el Bautismo, pero olvidar la Confirmación nos lleva a ver, sí, pero sólo a medias.