El fariseo y el publicano
Reflexión:
La humildad, la sencillez, la docilidad al Espíritu Santo son esenciales para abrir el corazón de Cristo. A los hombres nos gusta que nos aprecien, que nos estimen, que nos tomen en cuenta, que nos amen. Buscamos llamar la atención de quien nos rodea, de quien queremos que nos ame. ¿No queremos de igual forma llamar la atención de Cristo? ¿No queremos que Cristo nos vea y nos manifieste su amor? Pues estas virtudes serán el motivo para que Dios pose su mirada en nosotros. Siempre lo hace pero si nos esforzamos en vivir estas virtudes lo hará de manera especial.
Por el contrario, la soberbia, el orgullo, la vanidad nacen del egoísmo y lo que parecería oración no es otra cosa más que alabanza a nosotros mismos. Come el fariseo que agradecía a Dios no ser como los demás hombres porque no cometía sus mismos errores y pecados que ellos.
Los dos hombres estaban en oración pero qué oraciones tan distintas. Una hecha con presunción personal y la otra con humildad, con el corazón triste por haber fallado a Dios.
¿Quiere decir entonces que para hacer buena oración forzosamente debemos golpearnos el pecho y debamos hacer exámenes personales de autocrítica, rayando casi con un pesimismo?
Seguramente Cristo no quiere esto. Él más bien nos pide que como niños nos acerquemos a su corazón reconociendo las cualidades que nos ha dado pero tan bien con la humildad necesaria para reconocer nuestras faltas. Recordemos lo que dice el Catecismo respecto a la oración, dice que la piedad de la oración no está en la cantidad de las palabras sino en el fervor de nuestra alma.
Pidamos a Cristo que nos enseñe a orar con espíritu humilde y sencillo como el publicano que el evangelio nos presenta el día de hoy.