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| Tema: San Fidel de Sigmaringa.- 24 de Abril 4/24/2011, 07:54 | |
| San Fidel de Sigmaringa 24 de Abril Escuchar en audio
San Fidel de Sigmaringa (1577-1622) por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
. San Fidel, sacerdote capuchino, ejerció la abogacía con rectitud y caridad antes de ingresar en religión en 1612, cuando tenía 35 años de edad. Después, se consagró a la predicación entre los católicos y los protestantes, en una situación crítica y agitada de los cantones suizos. Realizó una gran labor en pro de la fe católica y, en el ejercicio de su sagrado ministerio, fue martirizado por los grisones. Es el primer mártir de la entonces recién instituida Congregación de Propaganda Fide.
Por sus venas corría la noble sangre española, mezclada con la vigorosa sangre alemana. Rey y Rosenberger son sus dos apellidos.
Esta figura caballeresca es digna de un retablo medieval, o mejor, de un sepulcro en las catacumbas romanas. Noble nacimiento, esmerada educación, aspecto atrayente, finos modales, alma seráfica, martirio heroico; por dondequiera que se le contemple, este santo capuchino es una estampa de perfección.
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Nace en 1577, a orillas del Danubio, en la pintoresca ciudad de Sigmaringa. Esta pequeña y hermosa ciudad se levanta graciosamente en el centro del ducado de Suabia, y es capital del distrito de Hohenzollern.
Juan Rey es el burgomaestre, caballero sin miedo y sin tacha, como decían los antiguos, católico por convencimiento y por tradición, jefe de una numerosa familia que Dios ha bendecido con larga mano. La reina de este hogar es Genoveva Rosenberger: ella dirige la casa por los caminos de la oración cotidiana, con alma de artista y de santa, y va modelando los tiernos corazones de sus pequeños en todas las virtudes y en todos los sacrificios. Suavidades y energías. A su sombra crecen los niños, entre juegos y lecciones, haciéndose hombres y cristianos. Los protestantes van invadiendo todo el territorio circunvecino: la casa de Juan Rey opone a ese avance una muralla de fe y de oración.
Uno de los niños se llama Marcos; es nuestro San Fidel. Despierto, juguetón, vivaracho; pero también eminentemente piadoso y aplicado al estudio. Todavía se conserva la cuna en que Genoveva meció los primeros sueños de Marcos: hoy es una reliquia venerable, y sobre ella las madres cristianas de Sigmaringa acostumbran a depositar los cuerpecitos delicados de sus hijos, apenas son bautizados.
Marcos Rey era un prodigio de inteligencia y de buena memoria; el latín, las matemáticas, la historia, la filosofía, entraron en su cabecita con facilidad y le hicieron sabio antes que llegase a ser hombre. Dícese que los discursos latinos que más tarde pronunció parecían escritos por el mismo Cicerón.
Movido por un hermoso espíritu de caridad, cursó la carrera de abogado en la célebre Universidad de Friburgo de Brisgovia, y pensaba: «Yo seré el defensor de los oprimidos». Cómo hizo Marcos Rey sus estudios, nos lo dice el mismo rector de aquel instituto, el profesor Andrés Zimmermann: «En la ciudad y en la Academia de Friburgo no había quien le igualase».
El joven llegó en poco tiempo a ser el estudiante de mayores simpatías entre cuantos le conocieron, por su carácter bondadoso, por su sólida piedad y por su cultura y cortesía admirables. Los barones de Stotzingen se fijaron en él cuando hubo que elegir un preceptor y un guía para su hijo. Este muchacho, rico y cristiano, quiso hacer un largo viaje de recreo y de estudio por diversas naciones europeas, en compañía de varios amigos. Y el «cicerone» más apropiado y de mayor confianza fue el joven Rey. Aceptó éste la proposición lleno de gozo; y el viaje fue para todos una serie no interrumpida de bellas emociones y de útiles enseñanzas. Para nuestro héroe fue especialmente providencial, pues le sirvió para estudiar el avance de los protestantes, en cuya conversión iba más tarde a trabajar con constancia y a morir con gloria. Afortunadamente conservamos algunos relatos de este viaje, debidos a la pluma del joven Stotzingen; son pinceladas preciosas que no pueden faltar en nuestro cuadro. «Durante su viaje por Francia, Marcos Rey tomaba parte en las controversias públicas, ora en las academias, ora en los clubs protestantes, refutando la doctrina antirreligiosa y antipatriótica de los reformados. Los jurisconsultos franceses no podían disimular su admiración ante aquel caballero alemán, de cortos años, que trataba las cuestiones más arduas con tanta facilidad como los que han encanecido en el estudio del derecho y de la teología... Casi todas las mañanas se acercaba a los santos sacramentos, sobre todo en las festividades de Jesucristo, de la Virgen y de San Francisco de Asís, e invitaba a sus compañeros de viaje a hacer lo mismo... Fue siempre devoto, piadoso, ejemplar; jamás le vi airado... En la cuaresma se disciplinaba todos los días y se ceñía el cilicio, como yo mismo pude observarlo con estupor...».
Seguramente que los estudiantes universitarios de nuestro tiempo leerán estas líneas con una sonrisa de desdén. Hoy son muy distintas las «ocupaciones» de nuestros muchachos. Frente al lema de Marcos Rey «mucho estudio, mucha oración, mucha penitencia», más de uno pondrá este otro programa: «nada de oración, poco estudio, mucho gozar». Pero es evidente que el primer programa puede producir héroes y santos; mientras que el segundo sólo producirá muñecos o criminales...
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Terminada la carrera de abogado con brillo excepcional, Marcos Rey abrió su bufete en Ensisheim (Alsacia), poniendo su inteligencia y su corazón al servicio de todas las causas de la justicia y de la caridad. «Un día, dice Clemente de Brescia, se suscitó un pleito entre dos personas, y ambas partes designaron su abogado respectivo. El litigante que tenía más razón a su favor, eligió a Marcos Rey; el abogado de la parte contraria era un hábil tinterillo, ducho en todas las malicias y falto de escrúpulos de conciencia. Aquel rábula intrigante, que temblaba ante la idea de tener que habérselas con los serios argumentos y acrisolada honradez de Marcos, le llamó aparte y le dijo al oído: "Mira, querido; no veo la razón de tanta meticulosidad en la interpretación de las leyes. Hagamos un arreglo entre los dos, y ambos podremos sacar partido y provecho de este litigio"».
Marcos Rey quedó estupefacto ante la insolencia de su indigno colega, abandonó su bufete, colgó la toga, y empezó a pensar seriamente en retirarse del mundo, consagrando su vida a la causa de Dios y de la Iglesia. Se le presentó entonces a la memoria el recuerdo de varios amigos y condiscípulos suyos que hacía unos años dejaron las vanidades mundanas y vistieron el hábito capuchino; pero sobre todo se acordó de Jorge, el menor y el más querido de sus hermanos, que, en 1604, había entrado capuchino con el nombre de padre Apolinar de Sigmaringa, y que ahora era un fervoroso predicador del convento de Friburgo.
Tardó mucho tiempo en decidirse, pensando en cuál orden religiosa sería más apropiada a la índole de su espíritu. Le atraían los cartujos, por el culto que rendían a la soledad y al silencio; le gustaban los jesuitas, por su exquisita cultura y celo apostólico; pero le pareció que los capuchinos, a quienes había tratado más íntimamente, reunían el celo de los unos y la soledad de los otros. La oración fervorosa a que se entregó por aquellos días vino a despejar las dudas de su alma. Añadióse a esto el clamor de la fama de varios ilustres capuchinos cuyos nombres llenaban el mundo. Alemania y Suiza pregonaban la caridad sin límites del P. Esteban de Unterwalden y de sus compañeros, «los ángeles de los apestados»; Italia, Austria y España corrían en pos de la palabra fogosa de San Lorenzo de Brindis; San José de Leonisa había sido una de las primeras antorchas del apostolado católico; los jóvenes aristócratas franceses entraban en gran número a la Orden capuchina; por todas partes el nombre de los austeros monjes iba nimbado con una aureola de santidad; quizá el mismo Marcos Rey había conversado, en su reciente viaje por Europa, con alguno de aquellos famosos capuchinos, que eran el dique más formidable opuesto a los avances del Protestantismo. Lo cierto es que su decisión fue enérgica, madura e inquebrantable.
El obispo de Constanza, sabedor de los propósitos de Marcos Rey, le aconsejó que, antes de tomar el hábito, recibiera las órdenes sagradas, para que pudiese dedicarse inmediatamente al apostolado. Aceptó el joven tan cuerdo consejo, y en septiembre de 1612, contando 35 años de edad, el brillante abogado subía las gradas del altar, ordenado de sacerdote. Su primera misa la celebró en el convento de Friburgo el día 4 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís. Un enorme gentío se congregó en la iglesia de los capuchinos para ver aquel insólito espectáculo de la renuncia de todas las ilusiones mundanas, ofrecido valientemente por el nuevo sacerdote. Después de la misa, fue vestido con el hábito que tanto había deseado; y en el mismo momento, Marcos Rey dejó su glorioso nombre seglar y se llamó el padre Fidel de Sigmaringa. El maestro de novicios, al imponerle el nuevo nombre, le dijo estas palabras que habrían de resultar espléndida profecía: «Sé fiel hasta la muerte, y recibirás la corona de la vida».
Hecha la profesión religiosa un año más tarde, el antiguo abogado tuvo que volver a las aulas, estudiando la teología en el seminario de Constanza. Su profesor escribió de él este bello elogio: «El padre Fidel poseía un juicio maduro y clarísima inteligencia. De genio alegre y de admirable serenidad, adivinábase toda la inocencia y candor de su alma. Me atrevo a decir que jamás cometió un pecado mortal. Sostengo que el P. Fidel era modelo de virtud, y muy superior, según creo, a todos los religiosos de su convento».
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Tanto el nuevo sacerdote como su obispo y superiores ardían en deseos de que comenzasen cuanto antes los trabajos de la predicación. Todos se prometían inmensos bienes de su virtud eminente, de su celo y caridad, y hasta de sus cualidades externas. Era alto y bien formado, la frente despejada, barba regular, cabello rubio. Su mirada viva y penetrante tenía una dulzura irresistible. La voz era vibrante y melodiosa.
Muy pronto las esperanzas se convirtieron en la más hermosa y fecunda realidad. Si es cierto, como dice el Apóstol, que a veces Dios escoge para sus obras instrumentos débiles y despreciables al parecer, también es cierto que, en otras ocasiones, los elige hábiles y robustos, y Él mismo los forma en toda perfección para decoro y gloria de su Iglesia. El P. Fidel fue uno de esos instrumentos preciosos modelados por la bondad de Dios para la empresa titánica de la salvación de las almas.
Comienza el nuevo apóstol sus correrías evangélicas en Suiza y las continúa en Austria y en el sur de Alemania. El terreno es áspero, y la mala semilla crece por doquier: otros sembradores, Lutero, Zwinglio, Calvino, le han precedido, y han dejado el campo plagado de cizaña. Su auditorio es una mezcla heterogénea de católicos y de herejes, de gente culta y de curiosos ignorantes. Su palabra va derecha a las almas, limpia de ornatos literarios, caldeada en amor de Dios, rebosante de caridad. «Hablaba con tanta suavidad, mansedumbre y eficacia, que los mismos herejes confesaban no haber oído ni visto jamás a un predicador más piadoso y atrayente... Muy pronto los adversarios se trocaron en amigos. Visitaba a los enfermos, consolaba a los tristes, apaciguaba las discordias. Protestantes y católicos le llamaban "el Ángel de la paz"».
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El secreto de su maravillosa eficacia estaba en la oración; jamás subió al púlpito sin recogerse una hora antes junto al sagrario, la primera y mejor fuente de sus sermones. Mas no descuidaba tampoco la preparación científica: las páginas que conservamos de su pluma, están salpicadas de citas y textos escriturarios y patrísticos, de observaciones místicas, de profundos pensamientos y de consideraciones originales. Se ve en esas páginas al hombre de oración y de estudio. Un día predicó sobre la resurrección de Lázaro, y comentó las lágrimas de Cristo ante el sepulcro de su amigo en esta forma: «Jesús llora, y nosotros, pecadores, permanecemos tranquilos, como si nada malo hubiéramos hecho. Hemos pecado: ¿qué hacer ahora? ¿No lloraremos lágrimas de arrepentimiento? Pobre pecador, ¿qué es lo que ve Cristo en ti, que le aflige y le hace llorar? Es tu alma muerta, y sobre ella se desconsuela y llora. Él te pregunta: ¿Dónde la has puesto? ¿En las riquezas? Sal del sepulcro; no pongas en ellas tu corazón. ¿Dónde la has puesto? ¿En la usura? ¿En los intereses? Sal del sepulcro; ¿de qué te servirá ganar todo el mundo, si pierdes tu alma? ¿Dónde la has puesto? ¿Quizá en las pasiones de la carne? Pues ni los impúdicos ni los adúlteros entrarán en el reino de los cielos. Sal del sepulcro, antes que hagas de tus pecados una costumbre maldita, antes que empieces a despedir el hedor de tus malos ejemplos, antes que tus manos y pies se vean atados por la dificultad de obrar el bien, antes que en tu rostro deje marcadas sus huellas el pecado. Sal del sepulcro. Aun cuando seas un Lázaro, muerto de cuatro días, Cristo te llama: Lazare exi foras; levántate y sal afuera».
Esta página, donde el abogado se esconde detrás del apóstol, parece arrancada de las obras de San Juan Crisóstomo; difícilmente se hallará nada más enérgico, más contundente o más oportuno.
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La verdad, en labios del P. Fidel, estaba siempre por encima de todas las otras conveniencias y respetos humanos. En Altdorf, un caballero le dijo después de escuchar uno de aquellos valientes sermones: «Padre, si queréis comer aquí buena sopa, debéis predicar de otra manera». «¿Y qué me importan a mí vuestras sopas?», le contestó el misionero. «Tened entendido -añadió- que yo no predico para que no me falte vuestra comida, sino que hablo lo que me manda la conciencia».
El valor de este apóstol es, en verdad, sorprendente. Descalzo, pobremente vestido, llevando en sus manos un crucifijo y un breviario, que eran todas sus riquezas, atravesaba los valles cubiertos de nieve, las imponentes montañas de Suiza, los ríos helados; entraba en las guaridas de los protestantes y en las chozas de los mendigos; hablaba en las iglesias y en las plazas públicas; siempre sereno y lleno de fervor, sin miedo a las continuas asechanzas que los adversarios le armaban.
El cargo de Superior, que desempeñó en los conventos de Rheinfelden, de Friburgo (Suiza) y de Feldkirch, no fue obstáculo para sus incesantes trabajos y numerosas predicaciones.
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Todas las virtudes cristianas y monásticas parecían haberse dado cita en el corazón del P. Fidel, y en todas se presenta como modelo de acabada perfección. En la pobreza, se le hubiera tomado por uno de los mejores discípulos del Pobrecillo de Asís; en la humildad era un caso excepcional, pues, a pesar de sus virtudes y talentos, vivía entre sus hermanos como si fuese el más indigno y pecador; en la pureza del corazón era un espejo claro de los cielos, sin nubes ni manchas; en la penitencia, tendríamos que escribir una página horrorosa de mortificaciones, disciplinas, ayunos y cilicios. Obediente hasta el heroísmo a la voz del superior; fervoroso y extático en la oración, como los ángeles que contemplan el rostro divino. Su devoción a la Virgen María fue una de las notas más bellas en aquel concierto de virtudes; tenía las ternuras de un enamorado, las confianzas de un hijo y las delicadezas de un poeta.
Todas estas virtudes, practicadas en grado heroico, daban a su palabra una eficacia maravillosa: un día, dos prominentes herejes, Rodolfo de Salis y Lorenzo Gopffer, caían a sus pies después de larga conversación, y abjuraban públicamente sus errores; otro día, todo un pueblo abandonaba las filas del Protestantismo, ante la virtud y la elocuencia celestial del apóstol capuchino. Los procesos de beatificación y canonización están llenos de interesantes detalles sobre las innumerables conversiones, sobre las disputas públicas y privadas con los corifeos del error, sobre los milagros y profecías del siervo de Dios.
Su actividad no cesaba un momento. Fue nombrado capellán militar, y los soldados llegaron a ser sus mejores amigos; y cuando había alguna falta que corregir o reprender, el P. Fidel no se detenía ante los galones ni ante las estrellas de los más altos jefes; los enfermos le llamaban a gritos, y los condenados a muerte pedían, como última gracia, la compañía animadora del capuchino. «En el cuartel, en el hospital, en las ambulancias, la aparición de un ángel del cielo no habría causado mayor alegría que la presencia del P. Fidel», dice un cronista.
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Para contrarrestar de alguna manera la ola de inmoralidad y de libertinaje que invadía la ciudad de Feldkirch y su comarca, emprendió una campaña tenaz; uno de sus sermones, lleno de vehemente indignación, levantó gran polvareda. Varias señoras y caballeros de la aristocracia llevaron al Senado de la ciudad una reclamación contra el predicador. El P. Fidel, lleno del espíritu de Dios, sereno, elocuentísimo, se presentó en la asamblea y habló sobre la urgencia de cortar de raíz aquellos abusos que él había denunciado desde el púlpito. «Todos unánimemente aprobaron su opinión -escribe un autor-. El Senado votó un reglamento destinado a contener el curso desbordante del lujo, del libertinaje y del desprecio a las leyes de la Iglesia; prohibió en absoluto la venta de libros o escritos contrarios a la religión católica, y mandó inspeccionar las librerías y arrojar al fuego todas las producciones de la mala prensa». Los efectos de aquella decidida intervención del padre Fidel fueron admirables: al poco tiempo, la ciudad estaba desconocida; y la modestia, la caridad y las costumbres puras y cristianas volvieron a florecer entre los habitantes.
Sólo diez años vistió el padre Fidel el hábito capuchino; pero en tan corto tiempo, el fruto de su palabra y el ejemplo de su vida santa hicieron más fruto que un ejército de misioneros. Por dondequiera que pasaba el predicador capuchino, dejaba el recuerdo inolvidable de su santidad y de su doctrina.
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El día 14 de enero de 1622 es una fecha memorable en los anales de la Iglesia Católica. El Papa Gregorio XV, después de varias tentativas y ensayos realizados por sus antecesores, celebró la primera sesión de la Congregación de la Propaganda, en el Palacio del Cardenal Sauli. Unos meses más tarde, el 22 de junio del mismo año, la Congregación quedaba definitivamente fundada por medio de la bula pontificia «Inscrutabili». El objeto de esta Congregación, uno de los organismos más eficaces de la Curia Romana, es el de preocuparse de la difusión del Evangelio en todas las naciones del orbe, fundando misiones y ayudando a los misioneros, especialmente en países de infieles. Esta Congregación está ligada, en sus orígenes, a la Orden Capuchina. El historiador protestante Ranke y otros afirman claramente que uno de los fundadores y propagadores más entusiastas de esta magnífica institución fue el célebre predicador capuchino Jerónimo de Narni, a quien el cardenal Belarmino comparaba con San Pablo, por el fuego y la elocuencia de sus predicaciones. Otro capuchino, nuestro Fidel de Sigmaringa, estaba señalado por Dios para ser el primer mártir y uno de los más bellos ornamentos de aquella Congregación.
Los cardenales que formaban parte de la Propaganda desde la primera sesión de enero, se interesaron especialmente por enviar predicadores a las regiones de Europa más amenazadas por el Protestantismo; y se organizó una expedición de capuchinos que partió inmediatamente a la Alta Rezia. El padre provincial escogió al padre Fidel de Sigmaringa, superior del convento de Feldkirch, que había conocido anteriormente toda la comarca de los grisones, como superior de los misioneros capuchinos de aquella región; y el Nuncio Apostólico monseñor Scappi le dio amplias facultades de índole espiritual.
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Por aquellos días, los grisones estaban bajo el yugo de la dominación austríaca, lo que contribuía a hacer más delicada y violenta la situación. Las tropas austríacas católicas reprimían, a veces sangrientamente, todos los avances del Protestantismo; y los grisones, exasperados por su fanatismo sectario y por el mal trato de los soldados austríacos, declararon guerra a muerte a todos los enemigos de sus errores y de su independencia. El historiador imparcial no puede aplaudir la conducta del ejército católico; pero tampoco sería justo confundir los desordenados actos de los subalternos con la recta y noble intención de sus jefes.
El padre Fidel, que lamentaba sinceramente los abusos cometidos, se propuso remediarlos con su admirable espíritu de caridad y con su intervención prudente y comedida. Anhelando con toda su alma la conversión de los grisones, emprendió su último viaje favorecido con la benevolencia de los caudillos austríacos y armado de facultades espirituales extraordinarias como misionero de la Propaganda. El correo portador de los documentos en que se nombraba al P. Fidel misionero y Prefecto dependiente de la Congregación, no pudo llegar a tiempo: el apóstol se había apresurado a dar su sangre y su vida por la fe.
El 14 de abril del mismo año, 1622, dejó su amada ciudad de Feldkirch y partió para el cantón de los grisones; pero antes quiso despedirse de sus amigos y de todo el pueblo. Subió al púlpito, alrededor del cual se había congregado una inmensa multitud, y dijo con voz serena: «Esta es la última vez que os predico; por voluntad de Dios debo ir a la Rezia, y allí seguramente, y con gran placer mío, he de acabar mi vida, asesinado por los herejes en odio a la fe católica». «Yo -dice un testigo- asistí a aquella última predicación de Feldkirch, en la que declaró abiertamente que iba a predicar a los herejes y que no volvería vivo».
A un compañero le dijo en el momento de la despedida: «Sé que voy a morir asesinado». Las últimas cartas que escribió terminaban con esta firma: «Fray Fidel, que pronto será pasto de gusanos».
Al llegar a su destino, viendo ante sí el abrupto valle del Pretigau, dijo a sus acompañantes en tono profético: «¡No saldré vivo de esta comarca!»
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Todas estas profecías tuvieron cumplimiento rápido y exacto. Sólo diez días pasó el P. Fidel en la última excursión por aquella tierra infestada de herejes, fanáticos discípulos de Lutero, Zwinglio y Calvino. El valle del Pretigau es frío y desolado en extremo; «y el corazón de sus habitantes -dice un escritor-, está en perfecta armonía con aquel clima y con aquellas asperezas».
El día 23 de abril, una comisión de protestantes se acercó al P. Fidel y le invitó hipócritamente a predicar en el pueblecito de Seewis, añadiéndole con falso arrepentimiento: «Estamos avergonzados del escándalo que promovimos en uno de vuestros sermones; os juramos tener más calma y seros obedientes en lo sucesivo». Pero el misionero no se engañaba, y dijo a uno de sus colegas: «No espero cosa buena de los habitantes de Seewis; no obstante, iré para cumplir hasta el fin los deberes de mi cargo».
Al día siguiente, muy de madrugada, el siervo de Dios se confesó, sabiendo que era la última vez que lo hacía, dijo devotamente su misa, predicó e hizo después larga oración, aceptando gustoso la horrible muerte que le esperaba y que Dios le había revelado; y se puso en camino para el sacrificio.
La iglesia de Seewis estaba repleta; los enemigos se habían apresurado a tomar todas las posiciones. El capuchino subió serenamente al púlpito; pero luego palideció un instante; había encontrado allí un papel con estas palabras: «Hoy predicarás; pero éste será tu último sermón». Y predicó con inaudito valor, fustigando la incredulidad, el amor propio, las pasiones y los vicios. De repente, sonó un estampido: una bala, dirigida contra el orador, pegó en la pared del púlpito. El tumulto de la gente despavorida fue espantoso; y en medio de una gritería ensordecedora, los herejes asesinaron a los soldados austríacos que custodiaban las puertas de la iglesia. Mientras tanto, el P. Fidel había descendido del púlpito y se postró ante el altar. El sacristán se acercó para aconsejarle cautela; pero el capuchino le replicó: «Estad tranquilo; no me importa la vida; ya la he puesto en manos de Dios y de su Madre». Pocos instantes después, salió por la puerta de la sacristía. El barón de Felds se acercó al misionero y le acompañó por las afueras de la ciudad; así llegaron al vecino campo de Seljanas... Una turba de protestantes cayó entonces sobre ellos. El barón fue conducido a un castillo cercano, y el P. Fidel quedó solo en medio de sus enemigos... «¿Aceptáis nuestra fe?», le dijeron. «Yo -repuso el santo- no he venido aquí para hacerme hereje, sino para extirpar la herejía. En cuanto a mi cuerpo, haced de él lo que queráis». Una espada que fulguró rápidamente vino a terminar aquel diálogo, cayendo con fuerza sobre la cabeza del misionero. «¡Jesús, María, ayudadme!», exclamó; y se postró de rodillas, mientras la sangre borboteaba en la herida. Pero la rabia satánica de aquellas fieras no se saciaba tan fácilmente: palos, espadas y mazas de hierro se ensañaron en la víctima que murmuraba sus últimas palabras: «Señor, perdónalos. Jesús, tened piedad de mí. María, asistidme».
Eran las once de la mañana del 24 de abril de 1622. El P. Fidel contaba 45 años de edad y 10 de vida capuchina. El mártir, aun con aliento, quedó tendido en medio del campo, cubierto de heridas y de sangre. Dícese que en aquel mismo sitio brotó una fuente milagrosa que todavía existe, «la fuente de San Fidel». Poco tiempo más tarde, unos soldados que fueron en peregrinación al lugar del martirio, hallaron una flor desconocida, de color y perfume deliciosos; los peritos botánicos que la vieron tuvieron que clasificarla con este nombre: es una flor milagrosa y celestial.
San Fidel de Sigmaringa, el apóstol de los grisones, fue beatificado por Benedicto XIII y canonizado por Benedicto XIV. Es el protomártir de la Sagrada Congregación de Propaganda.
Su sepulcro, en la catedral de Coira, ha sido un semillero de milagros y un caudal inagotable de gracias espirituales, no sólo para los católicos, sino también para muchos protestantes que han reconocido la verdadera fe junto a esa tumba gloriosa. El apóstol no ha terminado su misión: como buen soldado, sigue en su puesto de avanzada.
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