4. Cuando proclama a María «Madre de Dios», la Iglesia profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Esta unión aparece ya en el concilio de Éfeso; con la definición de la maternidad divina de María los padres querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo. A pesar de las objeciones, antiguas y recientes, sobre la oportunidad de reconocer a María ese título, los cristianos de todos los tiempos, interpretando correctamente el significado de esa maternidad, la han convertido en expresión privilegiada de su fe en la divinidad de Cristo y de su amor a la Virgen.
En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque, como afirma san Agustín, «si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección» (Tract. in Ev. Ioannis, 8, 6 7). Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión «Madre de Dios» nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de Nazaret, proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación. En efecto, Dios trata a María como persona libre y responsable y no realiza la encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento. Siguiendo el ejemplo de los antiguos cristianos de Egipto, los fieles se encomiendan a Aquella que, siendo Madre de Dios, puede obtener de su Hijo divino las gracias de la liberación de los peligros y de la salvación eterna.