El clamor del Adviento
Fuente: Catholic.net
Autor: Padre Luis María Etcheverry Boneo
Si todo fin y todo comienzo de año debe ser siempre, para las personas serias, responsables, un momento de balance: de mirar al pasado y a la vez al futuro, de sacar experiencia de lo ocurrido para asegurar un mejor rendimiento del porvenir, esto debe ocurrir de un modo mucho más particular y más exigente cuando se trata del fin y del comienzo del año eclesiástico y, por lo tanto, en relación con lo que más importa que es nuestra vida espiritual.
El año eclesiástico comienza con el Adviento, es decir, con la preparación para el nuevo nacimiento de Jesucristo en la Iglesia y en nuestras almas.
El Adviento, en la liturgia de la Iglesia, no sólo es una preparación para la conmemoración y para el nacimiento místico de Jesucristo en Navidad; no sólo mira a ese fin práctico, sino que -en esa actitud de la Iglesia de renovar cada año los misterios relativos al ciclo humano de la vida de Jesús- quiere comenzar con un signo de la larga expectación de la humanidad con respecto a la venida del Mesías anunciado.
Durante un mes vamos a renovar místicamente ese período de la historia de la humanidad que transcurre desde el pecado del primer hombre hasta la llegada visible del Redentor a este mundo.
Por eso es comprensible que la Iglesia asuma, en su liturgia de este tiempo, abundantes textos del Antiguo Testamento y sobre todo un espíritu tomado de la imagen de la tierra, por una parte seca, árida, sedienta de lluvia, y por otra, bien preparada para recibir en su seno la buena semilla en el momento de la siembra que espera le ha de llegar. Así como todo el tiempo del trabajo de la tierra previo a la siembra, está destinado a asegurar que cuando venga la semilla no encuentre ningún obstáculo a su supervivencia y a su desarrollo: a su germinación, al producir la planta, las flores, los frutos (es decir, una expansión total de esa vida latente que traía la semilla), así también todo el Antiguo Testamento, y el Adviento para nosotros, debe ser un trabajo de arada, de rastreo, de preparación de la tierra.
¿Para qué se ara? Primero para matar todos los yuyos, es decir, todas las plantas, todas las vidas que puedan entrar en competencia con la vida de la semilla y llevarse para ellas los frutos, las sales, las riquezas de la tierra; se requiere que cuando venga la semilla, nada en el seno de la tierra pueda disputarle la posesión de los alimentos.
Y se rastrea, en segundo lugar, para romper todos los cascotes y sacar todas las piedras y consecuentemente todos los huecos que haya entre cascote y cascote, lo cual, de no hacerse, haría que la semilla quede sin entrar en la tierra o al lanzar una raíz no pueda ella expandirla y se vea impedida de germinar o, en todo caso, limitada en su crecimiento.
¿Y para qué se riega, cuando se puede, la tierra? O ¿por qué clama la tierra que venga el agua del cielo, si el hombre no puede proporcionársela? Para que esa agua, además de incorporarse a la semilla y enriquecerla por sí misma, se convierta en el vehículo por el cual las sales y los elementos vitales que la tierra contiene se pongan al alcance y puedan entrar en contacto con la planta e introducirse dentro de ella y así enriquecerla, fortificarla, hacerla desarrollar y alcanzar todo lo apetecido.
La literatura del Antiguo Testamento está embebida en esta semejanza de la tierra que se trabaja y de la tierra que clama por la lluvia para que venga esa semilla a traer su vida. Y la liturgia de este Tiempo nos trae, con esta misma comparación, toda la fuerza de su sugerencia y de su sacramentalidad para que trabajemos nuestra alma, de tal manera que, en el Adviento quitemos todo lo que en nosotros pueda oponerse al nacimiento o a la futura expansión de Jesús con su vida, cuando llegue una vez más, en Navidad.
Que no quede ningún sector de nuestra persona: ni la inteligencia, ni la voluntad, ni el corazón, ni la sensibilidad, invadido por cualquier semilla que impida la entrada de Jesucristo con su vida, en ese sector.
Y que no haya en nosotros ningún cascote, ninguna costra, nada que, aunque no sea usufructuado por alguna otra vida, u otra semilla, o por algún otro organismo, sin embargo esté cerrado como un caparazón, a la penetración de Jesucristo cuando venga a nuestra alma místicamente el día de Navidad.
Y que, por otra parte, no falte el agua de la gracia que consigamos a fuerza de pedirla, a fuerza de clamar como clama la tierra -simbólicamente- cuando está seca; la gracia que merezcamos con nuestras oraciones y nuestras buenas obras, y que dentro de nosotros disponga todo lo necesario para que la vida de Jesús, el mundo de sus sugerencias mentales, de sus ilustraciones a la inteligencia, de sus mociones a la voluntad, de sus sentimientos para nuestro corazón, todo eso encuentre el vehículo apropiado, la tierra blanda, permeable, para que la haga llegar hasta todos los límites y dimensiones de nuestra persona.
Tengámoslo, entonces, muy en cuenta: se trata de quitar lo que pueda disputarle al Señor la posesión de nuestra persona; se trata de romper cualquier caparazón que nos cierre, que impida, que encallezca nuestra alma a la acción del Señor; se trata de ablandarla y de vehiculizarla toda, con la lluvia de la gracia que merezcamos y obtengamos por medio de la oración, y de las buenas obras ofrecidas con ese objeto.
Por otra parte, en el Adviento, la Iglesia nos pone la figura de san Juan Bautista, y con él otra nueva imagen. Ya no se trata de preparar una tierra capaz de acoger adecuadamente la buena semilla: se trata de preparar un camino para que pueda, por él, llegar a nuestra alma la Persona adorable del Señor.
Son cuatro las órdenes, los consejos o las consignas que san Juan Bautista -y la Iglesia con él- nos da.
La primera consigna de san Juan el Bautista es bajar los montes: todo monte y toda colina sea humillada, sea volteada, bajada, desmoronada. Y cada uno tiene que tomar esto con mucha seriedad y ver de qué manera y en qué forma ese orgullo -que todos tenemos- está en la propia alma y está con mayor prestancia, para tratar en el Adviento -con la ayuda de la gracia que hemos de pedir-, de reducirlo, moderarlo, vencerlo, ojalá suprimirlo en cuanto sea posible, a ese orgullo que obstaculizaría el descenso fructífero del Señor a nosotros.
En segundo lugar, Juan el Bautista nos habla de enderezar los senderos. Es la consigna más importante: Yo soy una voz que grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos 3. Y aquí tenemos, entonces, el llamado también obligatorio a la rectitud, es decir, a querer sincera y prácticamente sólo el bien, sólo lo que está bien, lo que es bueno, lo que quiere Dios, lo que es conforme con la ley de Dios o con la voluntad de Dios según nos conste de cualquier manera, lo que significa imitarlo a Jesús y darle gusto a El, aquello que se hace escuchando la voz interior del Espíritu Santo y de nuestra conciencia manejada por Él.
A cada uno corresponde en este momento ver qué es lo que hay que enderezar en la propia conducta, pero sobre todo en la propia actitud interior para que Jesucristo Nuestro Señor, viendo claramente nuestra buena voluntad y viéndonos humildes, esté dispuesto a venir a nuestro interior con plenitud, o por lo menos con abundancia de gracias.
El tercer aspecto del mensaje de san Juan el Bautista se refiere a hacer planos los caminos abruptos, los que tienen piedras o espinas, los que punzan los pies de los caminantes, los que impiden el camino tranquilo, sin dificultad. Y ese llamado hace referencia a la necesidad de ser para nuestro prójimo, precisamente, camino fácil y no obstáculo para su virtud y para su progreso espiritual: quitar de nosotros todo aquello que molesta al prójimo, que lo escandaliza, que lo irrita o que le dificulta de cualquier manera el poder marchar, directa o indirectamente, hacia el cielo.
El cuarto elemento del mensaje de san Juan Bautista es el de llenar toda hondonada, todo abismo, todo vacío. Los caminos no sólo se construyen bajando los montes excesivos, ni sólo enderezando los senderos torcidos, o allanando los caminos que tengan piedras: también llenando las hondonadas o cubriendo las ausencias. Este mensaje se refiere a la necesidad de llenar nuestras manos y nuestra conciencia con méritos, con oraciones, con obras buenas -como hicieron los Reyes Magos y los pastores- para poder acoger a Jesucristo con algo que le dé gusto; no sólo con la ausencia de obstáculos o de cosas que lo molesten, no sólo con ausencia de orgullo o con ausencia de falta de rectitud o de dificultades en nuestra conducta para con el prójimo, sino también positivamente con la construcción: con nuestras oraciones y con nuestras buenas obras y un pequeño -al menos- caudal, capital de méritos, que dé gusto al Señor cuando venga y que podamos depositar a sus pies.
Finalmente el Adviento, además de la conmemoración y el sentido del Antiguo Testamento -de la tierra que espera la buena semilla-, además de la figura límite entre el Antiguo Testamento y el Nuevo -san Juan Bautista-, este Tiempo nos acerca más al Señor por aquélla que, en definitiva, fue quien nos entregó a Jesucristo: la Virgen. No sólo en el hemisferio sur entramos al Adviento por la puerta del Mes de María, sino que en toda la Iglesia se entra al Adviento por la novena de la Inmaculada Concepción.
Y la Inmaculada Concepción significa dos cosas: por una parte, ausencia de pecado original y, por otra, ausencia de pecado para y por la plenitud de la gracia. La Virgen fue eximida del pecado original y de las consecuencias del pecado original que en el orden moral fundamentalmente es la concupiscencia, es decir, la rebelión de las pasiones, la falta de orden dentro de nuestra persona, el rechazo que nuestra materia y nuestros apetitos indómitos oponen a la reyecía de la voluntad y de la razón iluminadas por la fe, por la esperanza y por la caridad; iluminadas y encendidas y sostenidas por la gracia. La Virgen, preservada del pecado original en el momento mismo de su concepción y liberada de todo obstáculo, tuvo el alma plenamente capacitada desde el primer instante para recibir la plenitud de la gracia de Jesucristo. Por lo tanto su fiesta de la Inmaculada Concepción, con ese carácter sacramental que tienen todas las fiestas de la Iglesia, ese carácter de signo que enseña y de signo eficaz que produce lo que enseña, nos trae la gracia de liberarnos del pecado y de vencer, de moderar, de sujetar en nosotros las pasiones sueltas por la concupiscencia, a los efectos de que nos pueda llegar plenamente la gracia; y naturalmente, si estamos en Adviento, para que pueda venir la gracia del nacimiento de Jesucristo místicamente a nuestra alma, el día de Navidad.
Por lo tanto, unamos a toda la ayuda que nos pueden prestar los patriarcas del Antiguo Testamento que desde el cielo ruegan por nosotros (ellos que tanto pidieron la venida del Mesías), unamos a la intercesión y a la figura sacramental de san Juan Bautista, unamos por encima de ellos la presencia de la Santísima Virgen en la novena que precede a su fiesta y en todo este tiempo, pidiendo bien concretamente el poder liberarnos del pecado, de todo lo que en nosotros haya de orgullo, de falta de rectitud, de falta de caridad con el prójimo, de ausencia de virtud; liberarnos de todo ello para que, cuando venga Jesucristo el día de Navidad, no encuentre en nosotros ningún obstáculo a sus intenciones de llenar nuestra alma con su gracia.
La perspectiva de un nuevo nacimiento del Señor, en nosotros y en el mundo tan necesitado de Él, tiene que ser objeto de una preocupación, de todo un conjunto de sentimientos y de actos de voluntad que estén polarizados por el deseo de poner de nuestra parte todo lo que podamos, para que el Señor venga lo más plenamente posible sobre cada uno y sobre el mundo.
Y si esto vale siempre, se hace más exigente en las circunstancias del mundo presente que desvirtúa precisamente lo que Jesucristo trajo con su nacimiento. ¡Qué necesario es que pongamos todo de nuestra parte para que Jesús venga a nosotros con renovada fuerza el día de Navidad y, a través nuestro, sobre las personas que están cerca, sobre la Iglesia y sobre el mundo!
Quedémonos en espíritu de oración, fomentando en nuestro interior el deseo de que las cosas ocurran según las intenciones y los deseos del mismo Señor.
El Adviento es una época muy linda del año. Después de las fiestas de Navidad y de Pascua, quizá es la más linda, porque es una época de total esperanza, de seguridad alegre y confiada. En ese sentido nuestro Adviento es más lindo que el del Antiguo Testamento: se esperaba lo que todavía no había venido, en cambio nosotros sabemos que el Señor ya ha venido sobre el mundo, sobre la Iglesia, sobre cada uno y entonces tenemos mucho más apoyo para nuestra seguridad de que ha de venir nuevamente, a perfeccionar lo ya iniciado.
Por otra parte, esa presencia del Señor en la Iglesia y en nosotros nos ha hecho ir conociendo a Jesús, amándolo y tratándolo con confianza; por tanto, este esperar su nuevo nacimiento tiene que ser mucho más dulce, mucho más suave, mucho más seguro, mucho más esperanzado (con el doble elemento de seguridad y alegría de la esperanza) que lo que fue la espera de los hombres y mujeres del Antiguo Testamento.
Quedémonos, pues, unidos con Jesús, conversemos sobre estos temas, preguntémosle qué nos sugiere a cada uno en particular para que podamos, desde el comienzo, vivir el Adviento del modo más conducente para obtener la plenitud de Navidad que Él sin duda quiere darnos.