«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos»
Hoy iniciamos la Cuaresma: «He aquí el día de la salvación» (2Cor 6,2). La imposición de la ceniza —que debiéramos recibir— es acompañada por una de estas dos fórmulas. La antigua: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás»; y la que ha introducido la liturgia renovada del Concilio: «Conviértete y cree en el Evangelio». Ambas fórmulas son una invitación a contemplar de manera diversa —normalmente tan superficial— nuestra vida. El papa san Clemente I nos recuerda que «el Señor quiere que todos los que ama se conviertan».
En el Evangelio, Jesús pide practicar la limosna, el ayuno y la oración alejados de toda hipocresía: «No lo vayas trompeteando por delante» (Mt 6,2). Los hipócritas, enérgicamente denunciados por Jesucristo, se caracterizan por la falsedad de su corazón. Pero, Jesús advierte hoy no sólo de la hipocresía subjetiva sino también de la objetiva: cumplir, incluso de buena fe, todo lo que manda la Ley de Dios y la Escritura Santa, pero realizándolo de manera que quede en la mera práctica exterior, sin la correspondiente conversión interior.
Entonces, la limosna —reducida a “propina”— deja de ser un acto fraternal y se reduce a un gesto tranquilizador que no cambia la mirada sobre el hermano ni hace sentir la caridad de prestarle la atención que se merece. El ayuno, por otra parte, queda limitado al cumplimiento formal, que ya no recuerda en ningún momento la necesidad de moderar nuestro consumismo compulsivo ni la necesidad que tenemos de ser curados de la “bulimia espiritual”. Finalmente, la oración —reducida a estéril monólogo— no llega a ser auténtica apertura espiritual, coloquio íntimo con el Padre y escucha atenta del Evangelio del Hijo.
La religión de los hipócritas es una religión triste, legalista, moralista, de una gran estrechez de espíritu. Por el contrario, la Cuaresma cristiana es la invitación que cada año nos hace la Iglesia a una profundización interior, a una conversión exigente, a una penitencia humilde, para que dando los frutos pertinentes que el Señor espera de nosotros, vivamos con la máxima plenitud de alegría y el gozo espiritual de la Pascua.