La humildad de un triunfador
Reflexión
¡¡Jesús ha resucitado!! Ésta es la noticia más importante de todo el Evangelio. Debería haber ocupado, con enormes titulares, la primera página de todos los periódicos del país y de todo el mundo conocido de la época... Y, sin embargo, como siempre, Dios nos confunde. Sucedió de noche, sin que nadie apenas se enterara. Sí, de noche. Así son todos los grandes acontecimientos de Dios... Este Dios nuestro tiene un sentido del humor bastante fino y ocurrente. Parece que Dios se divierte gastándoles bromas a los hombres para jugar luego con ellos a las “escondidas”. Y mientras se esconde, se sigue riendo traviesamente –como hace el papá con su hijo pequeño– a ver si nosotros somos capaces de descubrirlo y de encontrarlo en medio del bosque o del jardín....
Pero Dios, con este modo de actuar, nos está revelando su infinita humildad, bondad y condescendencia. Sólo un Dios puede ser tan humilde. Como nuestras alabanzas no lo engrandecen, se puede dar el lujo de esconderse y de pasar desapercibido...
Tampoco así se nos impone a fuerza de evidencias, sino que respeta nuestra libre elección. Porque nos ama como un auténtico Padre. Sólo los seres verdaderamente grandes son también profundamente humildes. Muy al contrario de nosotros, a quienes tanto nos fascina el ruido, la vanidad y el “cacareo” en todo lo que hacemos; nos encanta que el mundo entero se dé cuenta de nuestras “hazañas” y nos alabe por las “bobadas” que realizamos como si fueran el heroísmo más espectacular de la historia... ¡Qué pequeños y ridículos somos tantas veces! Y Dios se debe de seguir riendo de nosotros... Al menos así se “divierte”.
También a Jesús le gusta esconderse y pasar desapercibido. Porque es Dios. Su nacimiento en Belén ocurrió en medio de la noche. Pasó treinta largos años de su vida escondido en la aldea de Nazaret, “de noche”. Como la primera Pascua de la historia, cuando Dios liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. O al igual que la primera Pascua cristiana, la de aquel gran Jueves Santo... ¡De noche! De noche quiso morir –¡hasta el mismo sol se eclipsó en pleno mediodía!– y de noche quiso ser sepultado en la tierra.
Y ahora, su gran triunfo, su victoria definitiva, su resurrección, se realiza de noche y a la vista de casi nadie. ¿Por qué? Además de revelarnos su humildad divina, este modo de actuar es una fuerte llamada a nuestra conciencia y a nuestro corazón para invitarnos a estar en vela, con los ojos del alma y del cuerpo bien atentos y despiertos. No nos vaya a ocurrir lo mismo que les pasó a los apóstoles la noche de aquel primer Jueves Santo, después de la Ultima Cena –que fue también la primera Cena de la nueva alianza–: ¡se quedaron dormidos en el huerto, mientras su Maestro allí, en Getsemaní, entraba en agonía!
Pero también actúa así para que nuestra respuesta a Él sea en la fe, en el amor auténtico, en la humildad y en la libertad. Nadie vio cómo resucitó el Señor, ni a qué hora sucedió aquel portento... ¡y es el evento más grandioso de nuestra fe y el más decisivo de todo el cristianismo!... Sí. La resurrección de Jesús es la “Buena Nueva” por antonomasia, anunciada por Jesús mismo durante su vida pública y proclamada por la Iglesia de todos los tiempos. Si su nacimiento en Belén fue un hecho que llenó de inmensa alegría el orbe entero –y todos los años lo celebramos con desbordante júbilo en la Navidad– su resurrección lo es aún más. Los ángeles cantaron a coro el “Gloria in excelsis Deo” la noche santa de Belén, y también ellos fueron los únicos testigos –además de aquellos soldados romanos que estaban de guardia, ¡tan cobardes!, que no fueron capaces de convertirse luego en pregoneros del hecho más portentoso de la historia–. Y si el nacimiento de Jesús es un motivo de dicha para el mundo entero, su resurrección es la máxima coronación de toda su vida y su plan redentor.
El misterio del Dios hecho Hombre, que se encarnó por amor a nosotros y nació para salvarnos, encuentra su pleno cumplimiento en el triunfo glorioso y definitivo de su resurrección. Si todo hubiera acabado con su muerte, Cristo no sería sino sólo un gran hombre, como cualquiera de nosotros, y su vida habría sido la de un profeta excepcional, y nada más. Pero si Cristo ha resucitado y ha salido de la tumba con su propio poder, es la señal más clara de que es verdaderamente Dios, todopoderoso, el Señor absoluto de la vida y de la muerte. Y entonces todo lo anterior recibe su explicación y máxima justificación.
Pero, además, sus apariciones después de su resurrección... ¡muchas de ellas serán también de noche o casi a escondidas, con la presencia de unos cuantos, sus amigos predilectos! También aquí nos vuelve a sorprender el Señor: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana... entró Jesús y se puso en medio de ellos” –nos dice el Evangelio de hoy.
¡El Señor ha resucitado! Sí, pero lo ha hecho “como callandito” –según la dulce expresión de santa Teresa– y en silencio. No con trompetas y espectacularidades. Nunca ha actuado así el Señor. También en su gloriosa resurrección sabe ser humilde... ¡Qué impresionante es el modo de actuar de Dios! Cualquiera de nosotros hubiéramos preferido “restregarles” en la cara a los fariseos y a los sumos sacerdotes esta victoria para que se dieran cuenta con quién se estaban metiendo y para humillarlos en su derrota. Cristo no. Nunca ha actuado así. Y tampoco en su resurrección.
Bueno, de las mil cosas hermosas que pude haber escrito sobre la resurrección del Señor, hoy me ha salido esto. No es, ciertamente, lo más relevante, pero hoy me ha impactado esto que no había meditado otras veces. Una lección sumamente importante en nuestra vida para enseñarnos que también en la victoria tenemos que ser humildes, sencillos y discretos como Él. Ése será un gran testimonio de nuestra fe ante todo el mundo, como lo fue en los primeros siglos de la Iglesia.